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Psicoterapia del trauma y su influencia en las experiencias vitales

  • Ana M. Aranda
  • 14 sept 2015
  • 10 Min. de lectura

¿Qué es el trauma?

La palabra "trauma" se utiliza para hacer referencia a aquellos acontecimientos que constituyen una amenaza grave para la integridad física y/o psicológica de la persona que los vive y frente a los que responde con una reacción intensa de temor, desesperanza y ansiedad. Además, son comunes los sentimientos de irritabilidad, la predisposición a dar respuestas reactivas de alarma por causas menores, las pesadillas, las imágenes invasivas que aparecen repetidamente en la conciencia y provocan angustia intensa, las sensaciones de extrañeza e irrealidad y, la emoción de tristeza.

Todos estos síntomas, en su conjunto, se denominan síndrome de estrés postraumático. Suelen estar fuera de control y son fuente de un profundo sufrimiento psicológico. A pesar de ello, esta respuesta se considera biológica y constituye una adaptación natural del cuerpo ante el trauma; eso explica que sea una respuesta universal y que remite espontáneamente en la mayoría de los casos en los primeros meses después del acontecimiento (APA, 1994). Según palabras de Horowitz (1986), estos síntomas de estrés son respuestas: comunes, específicas y universales, que los seres humanos experimentamos ante acontecimientos inespecíficos, es decir, cualquier tipo de trauma.

Mardi Horowitz, en su trabajo clásico sobre el ajuste traumático, identifica y clasifica dentro de las respuestas de trauma dos tipos de estado:

  • LA INTRUSIÓN: Se refiere a aquellas situaciones donde la persona reexperimenta de forma compulsiva pensamientos y emociones sobre lo ocurrido, por ejemplo, sueña con el suceso, o se mantiene en un estado de hipervigilancia, o es estimulado por un recuerdo fuera de su control.

  • LA EVITACIÓN: Se refiere a todo aquello que contribuye a la negación del proceso, por ejemplo no acordarse de lo sucedido, incluyendo la amnesia, la disociación o la distracción. Según Horowitz, si la intensidad del impacto del evento es muy alta, el proceso sintomático de intrusión-evitación es más acuciante y puede indicar patología.

Herman (2004) expone que en la vivencia de un trauma se produce una desconexión:

  • los acontecimientos traumáticos ponen en duda las relaciones humanas básicas

  • rompe los vínculos, destroza la construcción del ser, debilita sistemas de creencias...

En un trauma, el Yo (Self) queda dañado, sufre una gran convulsión que afecta a todas sus áreas, incluyendo la forma de enterder la vida, las creencias, los esquemas, los vínculos... Esta sacudida pone a prueba la vulnerabilidad y la resistencia de la persona, de su capacidad para restructurarse (o no) tras un acontecimiento de tan alto impacto; tras un período más o menos largo, la persona necesitará recolocarse, pero el éxito de la misión dependerá de cómo de vulnerable sea la persona y su capacidad de resistencia, en ocasiones deberá realizar un gran trabajo terapéutico para poder reubicar dicha experiencia y sanar su Yo. El apoyo social jugará un papel muy importante en todo este proceso.

Hasta ahora, nos hemos referido al trauma como un hecho concreto, aislado. Pero también existe el trauma prolongado y repetido, en el que la persona (víctima) está, se siente, prisionera, es incapaz de escapar y está bajo el control de la persona que provoca el trauma (perpetrador). En estos casos, cuando la persona, tras haber sufrido una dominación absoluta por parte de otra persona, organización, sistema...(perpetrador) asume una rendición absoluta se está creando lo que denominamos trauma crónico. Este tipo de trauma se puede hallar en casos de maltrato infantil, violencia de género, trata de personas...e incluso en situaciones laborales, escolares y sociales.

Horowitz (et al, 1996) también considera que el trauma supone una conmoción en el self, que debe responder desarrollando estrategias defensivas. En un intento de formular un modelo de afrontamiento de situaciones traumáticas más completo, propone una descripción detallada sobre cómo se desarrolla el procesamiento de la información traumática tomando conceptos de la teoría cognitiva del estrés y les añade el elemento del control emocional. Su propuesta parece extensible a situaciones de duelo: un acontecimiento estresante, como es la muerte de un ser querido, llega en forma de mala noticia; esta información -que debe ser procesada neurológicamente en el cerebro de la persona- es discordante con el esquema mental preexistente ("No me podía imaginar que algo así me podía pasar a mí"), y cuestiona el mundo interno en el que vivía la persona hasta el momento; por lo que para su procesamiento debe tener lugar un proceso de adaptación o revisión.

Esta discrepancia entre la interpretación del evento y el mapa cognitivo preexistente estimula emociones difíciles como la culpa, el miedo, la tristeza o la rabia, que pueden estar relacionadas con experiencias pasadas conscientes o inconscientes de la persona. Las emociones, según Horowitz, funcionan activando la atención y haciendo que ésta se focalice en el problema para poder conciliar las incongruencias entre la mala noticia y los esquemas preexistentes. Una vez que se ha producido esta reconciliación, mediante una revisión del mapa cognitivo o esquema previo de conocimiento, la persona reduce las alarmas emocionales y puede pasar a prestar atención a otros temas.

También describe cómo en el procesamiento de la información traumática, ante la sintomatología producida entre la realidad externa y el mundo interno de la persona, puede producirse una anestesia emocional como forma de evitación, cuya función en este caso es de proveer de un intervalo de tiempo necesario durante el cual la persona va a poner en marcha otros procesos de control que tendrán que ver con sus mecanismos básicos de defensa, aprendidos en el manejo de otras situaciones de trauma o separación del pasado.

El proceso de transformar la información de la discrepancia a la coherencia entre los esquemas provoca, no sólo unas reacciones emocionales que funcionan como señales, sino también una anticipación de hasta dónde estas emociones pueden llevar. Esta anticipación alerta sobre la posibilidad de un estado intenso de emociones negativas fuera de control. Para evitar una excitación emocional excesiva, real o anticipatoria, la persona aumenta sus procesos de control con el fin de regular el flujo de la información mediante inhibidores selectivos y facilitadores (o defensas). Horowitz enumera los siguientes procesos de control defensivo:

  • MECANISMOS DE INHIBICIÓN DEL CONTENIDO: La persona minimiza la importancia del evento o lo niega. Si la decisión de minimizar es consciente, hablaríamos de supresión. Si es una inhibición inconsciente, lo llamaríamos represión.

  • MECANISMOS DE INHIBICIÓN DEL TÓPICO: Consiste en desviar el foco de la atención, distorsionar el contenido mental, o anticipar el suceso. En este último caso, la persona anticipa con palabras o imágenes la escena de la posible situación difícil con su posible desenlace o impacto, lo que le permite graduar el nivel emocional cuando el acontecimiento tiene lugar.

  • ALTERACIÓN DE LOS ESQUEMAS PERSONALES: La persona construye unos esquemas mentales más competentes respecto a la posibilidad de trauma, incluyendo la posibilidad de la pérdida en su manera de conceptualizar el mundo y las relaciones, con lo cual el impacto emocional será mucho menor y así se facilita el proceso de adaptación.


El afrontamiento

Ante las demandas externas o internas de situaciones estresantes las personas utilizan un/su repertorio de pensamientos y actuaciones, es decir, estrategias de afrontamiento. Estas estrategias no tienen un carácter rígido, son procesos activos, constantemente cambiantes, cuyo objetivo es manejar, de la mejor manera posible, el dolor de la experiencia traumática.

Esta definición es una descripción orientada al proceso, ya que propone que el afrontamiento es independiente de su resultado. Para evaluar la eficacia de una estrategia concreta de afrontamiento habrá que tener en cuenta las demandas del contexto y los tipos de resultados esperados. Si una(s) estrategia(s) es útil para la supervivencia y la protección del organismo, diremos que se trata de una adaptación creativa, y si no, diremos que es maladaptativa.

Cuando las situaciones de estrés exceden las posibilidades de respuesta psicológica disponibles y, por tanto comprometen la salud y el bienestar de la persona afectada, se hace necesario desarrollar nuevas estrategias de afrontamiento más complejas.

Richard Lazarus y Susan Folkman (1984) sugieren que, el grado de desafío a la capacidad de afrontamiento de la persona ante el trauma depende de, factores personales y factores situacionales, que actúan como mediadores. El nivel de estrés y la dificultad de afrontamiento van a ser mucho mayores en la situación de no anticipación que en la de anticipación.



El Sistema Nervioso Central y el procesamiento de experiencias traumáticas

El trabajo realizado por Joseph LeDoux (1989-1999) sobre el cerebro emocional explica de forma detallada cómo se produce el circuito neurológico de procesamiento de la experiencia de trauma. La información sensorial sobre el acontecimiento o input, que proviene del exterior, entra en el Sistema Nervioso Central (SNC) a través de los sentidos -vista, oído, olfato, gusto y/o tacto-, llega al tálamo y pasa a la amígdala, donde se realiza una primera integración parcial, de ahí pasa al hipocampo, donde tiene lugar un análisis más avanzado, para terminar la última parte de procesamiento en el neocortex. Estas tres estructuras, que según este autor, conforman el sistema de especialización emocional, tienen cada una de ellas una función procesual específica.

La AMÍGDALA lleva a cabo dos cometidos:


  • Interpretar el valor emocional de los datos recibidos y,

  • Vincular a estos datos una significación emocional

Para ello coteja la información recibida como input con las representaciones internas del mundo externo que tiene almacenadas en forma de memoria implícita, imágenes o recuerdos inconscientes. Mediante este careo hace una valoración (inconsciente) de la información recibida, y una vez realizada asigna un impacto emocional más o menos intenso según estas referencias del pasado implícitas.

Esta alerta emocional que se asocia al input exterior, genera una estimulación fisiológica cuya función es reactivar todo el sistema, especialmente el hipocampo, aumentando funciones mentales como la atención, la percepción, la movilización de recuerdos, la mejora de la planificación de conductas y la integración.

Una vez que la amígdala ha realizado la asignación sensorial y la significación emocional a los estímulos entrantes, la información pasa a ser evaluada por el HIPOCAMPO, que ha sido activado en mayor o menor grado según el nivel de estimulación fisiológica. Esta estructura, adyacente a la amígdala, es la responsable de:

  • evaluar cómo la información recibida en un momento dado contrasta, se relaciona, discrepa o se ajusta espacial o temporalmente, a otra preexistente similar asociada a referentes del pasado

  • reorganiza la nueva información y le otorga la asignación cognitiva que dota de contenido, sentido o significado personal a la experiencia.

Finalizada esta valoración parcial secundaria, la función subsecuente del hipocampo es determinar si esta información es olvidada a corto plazo, o bien hay que mantenerla en la memoria más permanente.

La memoria almacenada en el hipocampo es explícita. Puede estar registrada en forma lingüística, y lleva asociada la información sobre el contexto donde se da la experiencia, es decir, registra coordenadas espaciales y temporales. El hipocampo es el responsable de establecer los criterios de decisión sobre el almacenamiento de estímulos y la categorización de recuerdos mediante referencias a estos recuerdos explícitos. Concluido el proceso de valoración y registro de la experiencia, se reorganiza y activa la información con el mundo, una especie de "brazo ejecutor" que planifica la conducta asociada como respuesta a lo acontecido.

La función del proceso emocional como actividad integrada -conjunto de reacciones fisiológicas, cognitivas y conductuales- es, por tanto, hacer una valoración y alertar a las personas de la significación, naturaleza y frecuencia de la experiencia que está experimentando. La idea de que las emociones funcionan como señales que facilitan la toma de decisiones más adecuadas ya fue apuntada por John Kristal (1978) en sus trabajos pioneros sobre trauma y afecto. El hecho de que la asignación emocional que da la amígdala a la información recibida, sea anterior a la asignación cognitiva atribuida por el hipocampo, explica por qué las personas pueden activarse hormonalmente de forma automática ante un estímulo externo antes de que sean capaces de darse cuenta cognitivamente de lo que está ocurriendo a su alrededor (LeDoux, 1995). Evolutivamente se considera que esta secuencia es una estrategia de protección antes situaciones de amenaza importante en las que una respuesta automática puede ser decisiva.

Bessel van der Kolk (1996) señala cómo, a partir de un cierto tiempo de activación, parece que la sobreestimulación de la amígdala interfiere en la activación del hipocampo y entonces éste fracasa en su misión de integración de la información traumática. La función que relaciona la interacción del hipocampo y la amígdala tiene forma de U invertida, lo que es fundamental para la comprensión sobre cómo se desarrolla la experiencia de fragmentación del trauma. Para que esta activación general del sistema sea correcta es necesario que el nivel de estimulación generado esté en una horquilla óptima que podemos llamar intervalo o ventana de tolerancia. Si está por debajo del umbral, el sistema no se activa; simplemente la experiencia no tiene el suficiente valor emocional como para estimular las valoraciones subsecuentes y, por tanto, no es registrada. Pero si la estimulación es excesiva, el sistema se colapsa y se vuelve improductivo; en este caso estamos ante una experiencia que es registrada en forma de trauma.

Los eventos traumáticos se caracterizan por exceder las posibilidades de respuesta del individuo. La sobreestimulación fisiológica es excesiva y el sistema neurológico es incapaz de modular esta respuesta afectiva de forma integrada, perdiéndose así la capacidad de utilizar las emociones como señales y produciéndose una experiencia de fragmentación. John Kristal (1978, 1988) ya sugirió que el trauma conduce a una desdiferenciación del afecto, es decir, a la pérdida de la habilidad para identificar emociones específicas como guía para la realización de acciones apropiadas.

El fracaso del hipocampo a la hora de dar marco espacial y temporal, y significado cognitivo a la experiencia, abre el camino al registro de la experiencia traumática en forma de memoria implícita, en la que los recuerdos son almacenados de manera fragmentada como sensaciones corporales, imágenes aisladas del contexto, olores, sonidos... Esta incapacidad de crear constructos semánticos por parte del hipocampo, es decir, de poner palabras a la experiencia, está relacionada con el incremento de reacciones psicosomáticas, que se asocian a la escala emocional. Cuando la persona se ve expuesta a estímulos que le recuerdan el trauma, hay un aumento de la actividad autonómica del estado emocional y a la vez hay una disminución en las aportaciones de oxígeno al área de Brocca, que es la responsable de generar las palabras vinculadas a la experiencia interna (Van der Kolk, 1996). Esto explica por qué algunas personas, no son capaces de verbalizar lo que les ocurre y las emociones quedan en la expresión corporal disfuncional. También es en estos casos en los que las respuestas traumáticas pueden ser revividas como estados afectivos, sensaciones somáticas o imágenes -intrusiones nocturnas- que no tienen tiempo (no hay coordenadas temporales.

Pero desde el punto de vista terapéutico, todo esto nos ofrece una buena noticia, esta reactivación puede ser la oportunidad para elaborar esa experiencia traumática del pasado. Se podría decir que en la reexperimentación del trauma hay también una esperanza neurológica de reparación.


Referencias Bibliográficas

  • BOWLBY, J. (1986) Los vínculos afectivos: formación desarrollo y pérdida. Madrid: Morata.

  • HERMAN, J. (2004) Trauma y recuperación. Madrid: Espasa Calpe

  • HOROWITZ, M.J., et al. (1993) Pathological grief: diagnosis and explanation. Psychosom Med. May-Jun; 55(3):260-73.

  • LE DOUX, J.E. (1989) Cognitive-emotional interactions in the brain. Cognition and emotion, 3, 267-289.

  • MASLOW, A. (1991) Motivación y personalidad. Barcelona: Diaz de Santos.

  • OGDEN, P. (2009) El trauma y el cuerpo. Bilbao: Desclée de Brouwer.

  • VAN der KOLK, B.A. (1996) Trauma y memoria. New York: Gildford Press

  • PAYÁS, A. (2010) Las tareas del duelo. Barcelona: Paidós

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